OBSERVATORIO POLÍTICO INTERNACIONAL
Son muchos los pensadores de finales del siglo XX y de la primera mitad del actual que, seducidos por el rápido e imparable progreso tecnológico digital que nos está cambiando la vida cotidiana, apostaban por el fin de las guerras, al menos las generalizadas. Y que el complejo bélico que llevamos en los genes se iría apagando ante el limpio, aséptico, rico y entretenido mundo que se vaticinaba, a tenor de los avances tecnológicos. Claro que los problemas que genera o agudiza esa tecnología se han enquistado en forma de cambio climático, escasez de determinados productos, contaminaciones de aguas y tierras en todo el globo, sequías y hambrunas sobrevenidas, movimientos de personas que abandonaban sus países por el ansia de mejorar sus vidas o incluso de sobrevivir. Y la eclosión generalizada de una forma de vivir en la que habían desaparecido las viejas, quizá defectuosas pero efectivas, jerarquías de valores familiares, sociales y generales. Ellas disminuían la sensación de aislamiento, fortalecían los lazos de familia, pueblo, vecindad, relaciones entre sexos y entre clases, con aquellas obsoletas fórmulas que se basaban en la cortesía, el respeto, la educación, la moralidad y el sentido ético entre las personas (con todos los fallos, errores o excesos inevitables).
Pero lo que no ha desaparecido -y en algunos sectores se ha agudizado- es la estupidez que es, como se sabe, una de las mayores fuerzas destructivas existentes en el género humano y tan repartida y subestimada que es imposible encontrar a una persona que, en algún momento de su vida –los menos-, y de forma generalizada –los más-, no tengan a la estupidez, en una u otra de sus múltiples formas, apareciendo en sus actos, palabras o motivaciones. Naturalmente los efectos de dicha estupidez generalizada aumentan exponencialmente cuando se trata de líderes políticos, empresariales o mediáticos (incluso los más racionales de entre ellos acaban haciendo alguna cosa muy estúpida). Ya sea que los catalizadores de esa estupidez sea el poder o la codicia (sin olvidar la vanidad, el orgullo, la mezquindad o la simple maldad). Y todas ellas disfrazadas de algún concepto noble y elevado: ya sea la nación, la raza o la supuesta seguridad: la estupidez es la fuerza motriz de la historia.
En 2022 se exacerbó esa estupidez compleja, con tantos frentes abiertos, que nos han dejado su herencia de desequilibrio mundial y sistémico: lo menos apropiado para afrontar el año 23 de este siglo, el XXI, al que creíamos el inicio de la mejora de una Humanidad hastiada por la violencia y el horror del siglo anterior. Pues bien, me temo que el año que nace este domingo, vamos a vivirlo “peligrosamente”. Resulta algo inoportuno (no les quiero amargar el fin de año), hacer de Casandra, la pitonisa infausta que anunció la ruina de Troya y no fue creída. Así que analicemos por encima la situación, sin cargar las tintas.
El 24 de febrero de este año, cuando aún coleaba en algunos lugares la demoledora pandemia de la Covid 19 y comenzábamos a sacarnos la mascarilla y a darnos la mano y a difundir por todas partes el “carpe diem” del sobreviviente, al señor Putin se le ocurre la muy calculada (sólo los tontos o los fanáticos adoctrinados piensan que Putin es un psicópata) pero poco realista idea de invadir Ucrania, llenando de estupor al mundo. Comenzaron las huidas de refugiados y los bombardeos a ciudades. Desde 1945 no se había visto algo así en Europa. Con ello se inicia una previsible cadena de efectos negativos que atañen no solo a rusos y ucranianos, sino que se expande como otra mortífera pandemia por el resto del planeta, agudizando brutalmente los problemas sistémicos que la Covid había despertado y añadiendo otros nuevos. Como decían en mi tierra “éramos pocos y parió la abuela”.
Pero como al aprendiz de brujo, a Putin le ha salido mal la atrevida jugada, no ha medido bien reacciones y consecuencias y ha entrado en una dinámica donde ya es posible la psicopatía. Ahora es difícil y arriesgado hacer predicciones: el arco de posibilidades va desde un tiempo más o menos largo de inseguridad bélica con acuerdo final (costoso para todos) hasta, en el otro extremo, que a alguien se le afloje el gatillo nuclear y abra para la Humanidad un regreso desde los misiles a la garrota y la honda de pedruscos (más o menos al estilo del Kubrick de “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú”).
Desde el final de la II Guerra Mundial no se había producido un enfrentamiento de tal magnitud entre grandes potencias que se disputan la hegemonía. Con el agravante de que se ha destruido el viejo orden bipolar, con un tercero en discordia, China, y el reforzamiento de regímenes problemáticos como Turquía, India, Arabia, Saudí, Irán o Israel. Envueltos en una, digamos, “ideología” que no tiene muchas diferencias entre sí. No se trata de socialismo- comunismo y de capitalismo más democracia. Sino de capitalismo “democrático” o capitalismo “autoritario y dictatorial” y en los márgenes, los regímenes teocráticos. El resultado es el mismo: en todos los casos el poder lo ejerce una minoría económica, con una clase operativa muy bien pagada. En unos, esa clase está formada por políticos y funcionarios y se permiten las elecciones. En los otros, está formada por miembros del poder, jerarquizados. Y el brazo militar o policial está al servicio de dicha clase. Y, en un bando aparte, los Estados fanatizados religiosos. La malla de seguridad de los sistemas capitalistas está formada por los ciudadanos, las poblaciones, subyugadas por la tecnología, las comunicaciones digitales y un cierto bienestar y seguridad, que es un subproducto del capitalismo, excepto en casos de crisis total. Para las dictaduras religiosas ni siquiera eso: lo cual significará su fin. La libertad y la opinión crítica, son entelequias para uso de intelectuales, a los que en algunos países se les permite ejercer de tales, en la creciente seguridad de que casi nadie les entiende y lo que es peor, a casi nadie les interesa. Y en los demás se les silencia o elimina.
El problema del incierto porvenir que nos espera en 2023, es que si nadie detiene la sangría Rusia-Ucrania (pero sin humillar a los rusos, por favor), los autócratas y líderes populistas de muchos otros países sentirán que se ha abierto la veda y las guerras de conquista de territorios vecinos vuelven a ser toleradas. Se habrá destruido ese débil pero creciente estado de opinión que consideraba a la larga más fructífera la paz y destinar parte de los abultados presupuestos de defensa de otros tiempos, a la Sanidad, la Enseñanza y el progreso científico, como estaba ocurriendo a principios del XXI. Ahora las naciones vuelven a rearmarse y no hay dinero para hospitales, escuelas e investigación. La vulnerabilidad se convierte en una sensación global. Los populistas y los extremos políticos alientan un nacionalismo corto de vista: el patriotismo no consiste en odiar a los extranjeros, sino en amar a tus compatriotas; no consiste en amar tanto a tu terruño que debas odiar a muerte y poner fronteras a los de al lado, sino en llegar algún día a comprender que el único patriotismo válido es el de la Humanidad y el cuidado del planeta que habitamos.
Un hogar cósmico donde sin unos valores éticos básicos universales y unas instituciones globales no será posible afrontar las enormes y titánicas dificultades que se han ido formando durante siglos por desconocimiento, ignorancia, mala voluntad, codicia, tendencia a la agresividad y a la violencia a través del racismo, guerras de religión, depredadores económicos, inconsciencia ecológica, abusos, genocidios y guerras absurdas que pierden mucho más de lo que creen ganar. Como apuntaba Yuval Harari en un artículo donde se quejaba de que estábamos perdiendo el logro humanitario de este siglo: “teniendo en cuenta las guerras civiles, las insurgencias y el terrorismo, sus víctimas han sido bastante menores que las que suman los suicidios, los accidentes de tráfico o las enfermedades cardíacas o producidas por el exceso alimentario.” Las guerras no eran útiles para nadie y sí una pérdida brutal en vidas y bienes.
Sólo en el capítulo bélico piensen que la guerra de Ucrania está rompiendo un estado de equilibrio en el mundo que era un freno efectivo a favor de la paz gracias a la contención de las armas nucleares que evita un suicidio colectivo. Pero aunque la guerra en Ucrania copa la atención política mediática por su importancia geoestratégica y económica, el resto del mundo no está en seráfica paz. Decenas de millones de personas están viviendo en condiciones espantosas afligidos por conflictos con parecido impacto humano brutal, aunque sin la amenaza del Aramagedon nuclear.
En Etiopía, que había firmado una paz precaria en su guerra civil de dos años –cientos de miles de muertos y millones de desplazados- , se comienza a luchar en otra zona, la de Oromia. En Yemen, una de las mayores crisis humanitarias del mundo, pueden recomenzar en cualquier momento unas hostilidades que ya han costado 400.000 muertos, un 60% por hambre, sed y falta de médicos y medicinas. En Siria, siguen los bombardeos turcos. En Congo, rebrota la guerra del Sahel con décadas de lucha, tras la retirada de las fuerzas francesas en Mali. En Sudán del Sur y Somalia siguen los combates contra el grupo yihadista Al Shabaab. Hay bombardeos israelíes contra objetivos sirios con presencia militar iraní, mientras los sirios a su vez atacan esporádicamente una zona del país, Idlib, en manos de grupos rebeldes. La ONU calcula que 15 millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente en Siria para sobrevivir.
En un mundo tan afligido por las guerras, las amenazas que se ciernen en un futuro cercano, impulsadas por el cambio climático, la contaminación, la crisis económica, las epidemias con vocación pandémica y la desorientación profunda del ser humano ante unas tecnologías que lo superan, configuran el escenario en el que , decíamos, vivimos peligrosamente. Sólo nos queda confiar en la resiliencia humana.
ALBERTO DÍAZ RUEDA