--¿Está seguro de que no tendría mejor acomodo en el museo de Renfe?
Antonio torció el gesto, se ajustó la corbata en un gesto maquinal y revisó que la chaqueta de Armani no le hiciera ninguna arruga.
--Vamos, Ortiz. Ya sabe usted que lo que nos sobran son locomotoras viejas. Y esta ni siquiera es un modelo único. Ya hay otra semejante que estuvo en servicio en una línea de las minas del Pirineo leridano, en Sant Maurici.
--Ya, señor ingeniero, pero ésta tiene una historia muy especial, estuvo sirviendo la línea del famoso tren “sarmentero” desde 1939 hasta 1971 entre Alcañiz y Tortosa. Ha visto mucha historia este trasto. Y además…
Antonio se envaró, a la defensiva, y clavó en el funcionario una mirada helada. “Y además qué?”.
--Bueno, señor…el otro día estuvo por aquí el padre de usted, don Rafael . Me contó que había sido el maquinista precisamente de…
--Si, ya sé –Antonio arrastraba las palabras con cierto sarcasmo-- ¿Y cree usted que porque mi padre hubiera sido maquinista y este trasto como usted dice, fuera su instrumento de trabajo, debemos cargar a la Compañía con él? Ese detalle es irrelevante, Ortiz. No estoy en el puesto que estoy para tomar decisiones sentimentales y arbitrarias.
--Perdone, señor ingeniero. Lo que usted diga. Yo solo pensé…
--Ortiz, déjenos a nosotros la tarea de pensar. Ahora vaya a la oficina y haga las gestiones para que se tomen las medidas adecuadas para sacar este trasto de aquí. No tiene ningún valor. No perdamos más tiempo. Me esperan en la dirección general en Zaragoza. Y estamos en el culo del mundo –se percató del gesto de enojo y contrariedad de su subordinado, que lo miraba con ojos vidriosos y un gesto duro en los labios—vaya, perdone Ortiz. No quiero ofenderles. Ya sabe que pasé toda mi infancia aquí. Me gusta mucho la zona, pero ahora la vida sigue y debo atender mi trabajo en escenarios más lejanos y seguramente más estresantes.
--Desde luego, señor Foz. No hay color en la comparación. Aquí sólo somos unos provincianos. –y Ortiz dio media vuelta y salió del hangar sin aguardar respuesta.
Antonio se encogió de hombros, miró con disgusto la pátina de polvo que cubría sus brillantes mocasines Dumas y consultó el reloj de pulsera, Supont, oroblanco y acero, que le ofreció su imagen confortable y plena de seguridades y estatus.
Cuando se disponía a salir del hangar los grandes focos del lejano techo se apagaron con un ruidoso chasquido. Eran las seis de la tarde de un día frío de invierno y un manto de neblina y obscuridad parecía caer desde el cielo. Por los altos ventanales entraba una claridad difusa que iba desapareciendo poco a poco. Antonio maldijo a Ortiz y se prometió a si mismo que le pondría en dificultades por haber tenido la desconsideración y la falta de respeto de apagar las luces generales del hangar antes de que saliera él. En algún rincón de la enorme nave entraba una luz indirecta por unos ventanales pequeños que apenas iluminaban un reducido círculo cercano y parecían acentuar las sombras a su alrededor.
La indignación que sentía fue subiendo de nivel y el maduro ingeniero se dispuso a salir con precipitación y con tan mal pie que tropezó con una traviesa de la vía de servicio y cayó al suelo. Mientras lo hacía se percató que las gafas habían saltado del puente de su nariz y se precipitaban hacia el cemento sucio. Antonio hizo un gesto brusco con los hombros para tratar de alcanzarlas, lo que aumentó su inestabilidad e hizo que su cuerpo diera media vuelta para caer de espaldas. En unas décimas de segundo, como en una secuencia cinematográfica a cámara lenta, el hombre sintió el golpe en sus caderas al impactar contra el suelo, su mano derecha alcanzar y cerrarse en torno a las gafas y al tiempo, la izquierda fallar en un intento de disminuir la fuerza del impacto agarrándose a un estribo de la locomotora. Justamente la máquina que acababa de condenar al desguace, y por tanto recibir en la espalda el doloroso contacto con el suelo de cemento y a continuación un brusco tirón de su cuello y su cabeza hacia la izquierda, golpeándose ésta contra el estribo enrejado que corría a lo largo del flanco de la locomotora. Sintió un dolor agudo en alguna parte de su cabeza, un silencio abrupto que se imponía en su mente, envolviéndole como un sudario, y un salobre gusto amargo y metálico en la boca. Respiró profundamente y con un gemido se dejó caer por una pendiente absurdamente iluminada de rojo, como si las calderas oxidadas de la locomotora se hubieran encendido mágicamente y le envolvieran en el calor y el color de su vientre incandescente.
--Ay, Antonio, hijo, parece que tu memoria es tan mala como tu equilibrio.— el tono guasón de la voz de su padre, le molestó profundamente. Como de costumbre en los últimos años.
--Papá, déjame en paz. ¿No pretenderás que me acusen en Zaragoza y en Madrid de que tomo decisiones porque mi padre me manipula, ¿no?
--Quiá, chico, ni lo pienses. A todo le llega su hora. Hombres y máquinas. Yo ya estoy a punto y ésta, mi vieja amiga, la Lola, pues también. Sólo que te has vuelto muy especial con tanto estudio y tanta capital. Parece que ya no te acuerdas de que cuando eras un chaval no hacías más que pedirme que te llevara conmigo a conducir a la Lola. Y cómo te reías cuando pasábamos por los túneles y todos acabábamos ennegrecidos y cuando me decías que la Lola era como una mujer vieja, toda gemidos y toses. O cuando me hacías bajar la marcha cerca de Torre del Compte para ir a darte un baño en el Matarraña, ¿Cómo has podido olvidarlo? ¿Qué tienes, 50, 55 años? Yo tengo 86 y me acuerdo de todo como si fuera ayer. El hundimiento del túnel entre Prat del Compte y Pinell de Bray, el 19 de setiembre del 71, creo. Los fastidiosos viajes en autobús para salvar la distancia que no podía hacer el tren, durante dos años más. Y, sobre todo, me acuerdo del mal día en que recibí el comunicado de que se cerraba la línea, cuando todos confiábamos que se tenderían las vías sobre el trazado ya aplanado de Tortosa a San Carlos de la Rápita… dándole más vida a este tren. Llevándolo al mar…
La voz de don Rafael se había ido apagando y también su figura, con la inseparable boina negra sobre los ralos cabellos blancos y el pitillo asomando perezosamente de sus labios, emanando humo gris sobre las mejillas mal afeitadas. Antonio hizo un gesto para levantarse y así mejor escuchar la voz de su padre y un inesperado sentimiento de tristeza y soledad le invadió. Tuvo ganas de gritarle que no se marchara, que se quedara junto a él, que siguiera hablando, pero pensó que eso era una chiquillada y que el viejo era un tostón reiterativo y cansino. Inmediatamente un dolor en su costado le advirtió que sus pensamientos eran falsos, que no reflejaban ninguno de sus auténticos pensamientos y dejó aflorar una sensación antigua que había tenido toda su infancia y que sofocó desde que fue a estudiar al internado de Zaragoza y luego a la Escuela Superior de Ingenieros en Madrid. Comprendió que había dejado sin resolver algo, un dolor antiguo, muy profundo que lo ligaba a su padre y a su hogar en Alcañiz, a su familia y a sus viejos amigos. Todos encerrados en un baúl de los recuerdos cuya llave había perdido voluntariamente desde su juventud.
Así que cuando la vio, sentada tranquilamente en el estribo, mirándolo con ojos húmedos, inteligentes, sabios y algo irónicos, aceptó su presencia como algo natural, algo esperado. “Es como la visita de los fantasmas de la Navidad al avaro viejo Scrooge del libro de Dickens”, se dijo a sí mismo, admitiendo sin más la realidad de lo que estaba ocurriendo. “Si es un sueño, se dijo con lucidez, mejor que sepa de qué va todo esto. Si no lo es, aún es más interesante. Al fin y al cabo no tengo otra cosa que hacer” Y no analizó nada más, mientras contemplaba tranquilamente su cuerpo desmadejado sobre las vías, sin temor y sin aprensión, como si fuera un objeto más y mucho menos real que aquella anciana sonriente que le miraba con atención y una pizca de humor.
--Bueno y usted quien es –preguntó con amabilidad, asombrándose de que se encontrara tan bien y tan tranquilo en la extraña y curiosa circunstancia que vivía-- ¿Es amiga de mi padre? Debe ser de su época, ¿no?
--Oh, no, pequeño. Yo soy mucho más vieja. Y sí, soy amiga de tu padre. En realidad nos hemos querido mucho. Me bautizó él, si así puede decirse. Me llamó Lola, aunque mi nombre real es mucho más complicado, letras y números, y soy inglesa, creo, ya todo se me borra y más desde que me he enterado que mi acta de defunción ya se ha decidido. –sonrió con ironía—y si no me equivoco, tú has tenido algo que ver. –hizo un gesto con las manos—oh, no creas que te lo reprocho. En realidad estoy de acuerdo contigo. ¿Para qué seguir con esta existencia ya tan aburrida? Los viejos hemos de desaparecer. Tu padre, yo…-- señaló delicadamente a Antonio—y dentro de unos pocos años, tu. Es ley de vida. Los viejos no gustamos a los jóvenes y menos aún a los adultos pre-ancianos. Y yo tengo demasiados sueños y pesadillas en la cabeza. Mejor olvidar y pasar a la fundición para luego formar parte de otras máquinas y otros sueños.
--¿De qué sueños me habla usted, señora? Usted era…. —iba a decir “una simple”pero comprendió que además de insultante, sería algo falso—una locomotora. Una más en una línea que nunca fue rentable, que llevó a la ruina a la compañía que inició el servicio en 1887 desde La Puebla de Hijar a Alcañiz, se llamaba Compañía de los ferrocarriles de Zaragoza al Mediterráneo. A esa sucedió desde 1899 la empresa de Explotación de Ferrocarriles del Estado que se hizo cargo de ella durante la Dictadura de Primo de Rivera. Todo bajo pérdidas económicas. Eso sí, sirvió como lanzadera logística durante la guerra civil. Ya ve qué honor más sonrojante. Y después, con Franco…
La anciana suspiró tan profunda y dolorosamente que Antonio guardó silencio y miró con renovado interés a la mujer, que había sacado un pañuelo de batista y secaba dos lágrimas que empezaron a correr por las mejillas enjutas, aunquealgo iluminadas por una sonrosada luz propia, como esas muñecas de porcelana de antaño.
--En aquellos años oscuros, fríos, me trajeron a estas vías de mis recuerdos. Y me dijeron, “ahora vas a ser feliz, vas a volver a ver el mar “ ¿Sabes? Ese era mi sueño. Sentía nostalgia de cuando era más joven, cuando corría por una línea que paseaba junto a la orilla del mar. Era una línea muy antigua y unía Barcelona y Mataró. Entonces me enamoré del Mediterráneo. Y me dijeron: en 1939 llegarás a Bot. Y en 1941 a Tortosa. Y después a disfrutar junto a tus amadas olas en San Carlos de la Rápita. Ya estamos allanando el trazado, me aseguraron. Pero eso nunca se cumplió. Un mal día las tierras arrasaron el túnel de Pinell de Bray. Y cuando ocurrió comprendí que jamás volvería a jugar con la arena y las olas, a lanzar mi humo en cascada sobre la dorada línea festoneada de esmeralda.
--Tiene que comprenderlo señora…--Antonio supo antes de seguir que sus argumentos eran un pobre consuelo—era una línea sin resultados económicos viables, continuas pérdidas para un trazado irregular sobre terreno inestable que provocaba muchos problemas, una población pobre y necesitada que se iba marchando del país poco a poco. –Se calló incómodo al observar que la anciana seguía llorando mansamente. Su vocecita decaída fue surgiendo cada vez más debilitada:
--Aquellos pobres hombres, los prisioneros, obligados a tender las vías en condiciones terribles…luego tanta miseria…--la voz volvió a sonar con vigor inusitado—pero trato de olvidar esas tristezas con el recuerdo de las gentes que montaban en mis vagones, los gritos de los niños, las canciones de los jóvenes, algunas historias de amor y otras de odio o rechazo, en fin, lo que es la vida más palpitante. Todo esto no se debería perder, ¿verdad?
Antonio asintió. “No se perderá. Desde hace unos años se están remozando los trazados de su tren, se vuelven a limpiar los recorridos, los túneles, los puentes, el de Torre del Compte da gozo verlo, y se reconvierten en Vías Verdes, para que nuevamente los jóvenes rían y disfruten por estos lugares tan hermosos…” El ingeniero guardó silencio. La vieja estaba desapareciendo, pero él no se reconocía a sí mismo. “¿Qué me pasa?”, pensó, sin demasiada alarma. Y mientras se tendía junto a su propio cuerpo, contempló ensimismado la silueta de la vieja locomotora y puedo entrever la figura de su padre, todavía joven, al mando de su humeante máquina, dominando la vida de la traqueteante Lola, ensuciando de hollín rostros y vestimentas de gentes diversas, entre las cuales, vio a un niño que entonces era feliz, contemplando con indisimulado orgullo la máquina “de su padre”.
Entonces oyó claramente junto a su oído:
“Señor ingeniero, ¿se encuentra bien? Ya hemos llamado al médico. Saltaron los fusibles de los focos de este viejo hangar y se quedó a oscuras. Seguramente eso provocó que usted tropezara, ¿no? Se ha dado un buen golpe”.
Antonio hizo un gesto para tranquilizar a Ortiz. Se puso las gafas y le sonrió: “Estoy bien. No se preocupe. Sí que me he dado un buen golpe. Miró la locomotora con una expresión extraña en el rostro: “Quizá ustedes tengan razón, amigo Ortiz. Miraré que puedo hacer… sería una pena que desguazaran una máquina tan llena de historias, ¿verdad?
ALBERTO DÍAZ RUEDA