Digamos que un escritor es como un cocinero experimentado. Una persona que conoce los ingredientes que conforman un plato determinado, sabe dónde adquirirlos (o tiene una nutrida despensa donde ha ido almacenándolos), domina más o menos las técnicas de cocción, ensamblaje de elementos y orden de colocación, sabe acudir a su instinto profesional (educado por mucho tiempo de vivencias, lecturas y aprendizaje) y aplica un tempo que es distinto para cada plato.
Pues bien, en mi despensa ya existe una modesta representación de platos únicos que han salido al mundo (siete novelas, un libro de relatos, dos de ensayo), un reservorio de platos acabados que solo esperan la sanción definitiva del autor para lanzarlos a la palestra, entre los que hay novelas (tres), relatos (los suficientes para formar dos o tres volúmenes), dos ensayos (budismo zen y psicoanálisis más otro sobre ética) y casi un centenar de poesías que seguramente nunca me decidiré a publicar. Únase a este bagaje un limbo de novelas frustradas, proyectos en diversas fases de realización y el material inclasificable que suele tapizar el suelo y las paredes de todo grafómano que se precie, escribidor obsesivo, pensador en esencias y poeta de la vida fascinado por la belleza, el drama, el humor y la tragedia de la existencia.
Precisamente es esa existencia incontrolable, sorprendente y sabia, la que ha dado un giro copernicano y me permite, tras un largo paréntesis de décadas, volver a mi ocupación primordial, la escritura, la creación literaria, la crítica de libros y el desenfadado placer de mis actvidades deportivas, el montañismo esencialmente.
Vivo a caballo entre la gran urbe, Barcelona, madre putativa de mi carrera literaria y mi profesión periodística y mi refugio matarrañense, Torre del Compte. Un periodismo activo durante cuarenta años en uno de los grandes diarios del país me ha enriquecido formalmente en vivencias y conocimientos, política internacional, critica literaria y de cine, páginas de opinión, entrevistas con escritores, políticos y pensadores, amén de dotarme a través de los años de práctica en la técnica de la escritura dirigida a otros, el reportaje, la crónica, el editorial, la reseña...
Ahora mi despensa está bastante llena, mis proyectos abundan, mi disponibilidad es considerable y mi energía está a niveles óptimos.
Sigamos, pues. Me pongo manos a la obra, como un humilde artesano dispuesto a doblegarse ante la exigente hydra literaria, dejando que toda esa acumulación intelectual y vital destile, si los dioses y las musas de los escritores me son propicios, un néctar literario que puede, o no, decantarse en esa obra única que conmueva a alguien y justifique en la alquimia maravillosa de la lectura, todos los trabjos, esfuerzos y desvelos implícitos a este oficio.