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2 octubre 2023 1 02 /10 /octubre /2023 18:57

Publicado en la revista "Compromiso y Cultura" de octubre 2023

Este mes de octubre en el maremágnum de los acontecimientos de importancia global, voy a escoger una temática en la que se unen dos de las constantes profesionales de la persona que escribe  este texto para ustedes: el que concierne al estado del mundo, en concreto a la política internacional  y también en correspondencia con el pensamiento y la escritura, su reflejo literario. Vamos a hacer un pequeño recorrido por la suerte, o mejor la desgracia, de todo un continente, África, desde el corazón –los libros que buscan mostrarnos su alma inmensa entreverada en su historia lamentable- hasta la cabeza, el cerebro analítico, que busca comprender a través de la tortuosa singladura de los países que la componen, la irrefutable tragedia que está acabando con el continente, atomizándolo en la multitud de problemas de pura supervivencia de dichos países y el martirologio de sus ciudadanos, desde el norte hasta el profundo sur y el cinturón negro central  arrasado por la malsana fiebre yihadista, el fanatismo islámico, tan intolerante como el cristianismo del Medievo.

Y es que África, como la mostró un maestro de reporteros, el polaco Ryszard Kapuscinski, en su libro “Ébano”, “es un continente demasiado grande para poderlo describir. Es un océano, un planeta en sí mismo, un universo variado y riquísimo. Si lo llamamos África es solo para simplificar y por pura comodidad. Aparte de la denominación geográfica, África no existe”. El gran periodista, premio Príncipe de Asturias en 2003 y fallecido en 2007, no dejó de entonar en ninguno de sus libros sobre África el sentimiento de culpa y de vergüenza por “el mal irreparable causado a los negros de ese continente por las naciones e individuos de la raza blanca”.

No sé en qué se va a convertir África en el siglo XXI con una deriva destructiva que aflige a una gran parte del “continente negro”, pero estén atentos a las noticias y a lucha de influencias que se ha declarado entre el Occidente de Estados Unidos y Europa (con su pasado colonialista aún no exorcistado) y el Oriente de la codicia territorial rusa y el creciente  poder de los chinos y otros dominios asiáticos. Mientras, y como apoyo literario, repasemos los libros que mejor han dibujado los fuertes contrastes  colonialistas y neocolonialistas.

Me justifica, en cierta manera, el servirles de guía por haber vivido el final de una historia colonial “in situ”. Más cerca de la dolida nostalgia de Albert Camus que del romanticismo colonialista de la baronesa Karen Blixen  en Kenia (la que “tenía una granja en África”), yo también he tenido desde niño el “Sueño de África” (título de un excelente libro de mi colega, Javier Reverte). Vivíamos en el norte del continente, en Marruecos, durante el “Protectorado” español y hasta la Independencia del reino alauita. A finales de los 50, España tuvo que irse y, al contrario que Francia en Argelia, lo hizo en paz, sin derramamiento de sangre. La dictadura franquista y el rey Mohamed V, abuelo del actual rey, se llevaban más o menos bien aunque con desconfianza mutua. De entonces se alimentaba mi nostalgia de los soles inmisericordes y las noches estrelladas de África.  Como periodista volvería varias veces a Marruecos y también a Argelia, Túnez, Mauritania, todo Oriente Medio, Egipto, Sudán, Guinea…y sería testigo más adelante –aunque ya no en persona- de las secuelas de la colonización, de la descolonización, de las hambrunas y las sequías, de la miseria ancestral, los conflictos bélicos permanentes, los señores feudales de la metralleta, el petróleo, los diamantes y los metales estratégicos, los genocidios de tribus enteras, la corrupción y la violencia como forma de vida. África –sobre todo la llamada “negra” o central- se ha convertido  en una “aporía”, un sinsentido sin futuro y casi sin presente viable, un camino sin camino lleno de incertidumbre, de ruido y de furia. Y para Europa –para Occidente en realidad-  el “sueño de África” que alimentó la furia expansionista de la Europa del siglo XIX, se ha convertido en una pesadilla real en forma de pateras o de conflictos bélicos. Europa está a punto de perder su última oportunidad, si es que no la ha perdido ya, de convertir Africa en el sueño  de colaboración e igualdad que debía haber sido,  si el complejo de superioridad, -una falacia cultural y racial- , de los europeos no hubiera  convertido a una parte del continente africano en “El corazón de las tinieblas”, -abril de 1889, publicada entre otras editoriales españolas por Cátedra- la apasionante diatriba anticolonial que el polaco-inglés Joseph Conrad dejó a la posteridad.

Aparte de esta apasionante novela, llevada al cine por Coppola con el título apropiado y oportuno de “Apocalypse Now”, voy a recomendarles dos autores –y dos visiones- complementarias de la realidad africana en el siglo XX. Uno de ellos, Javier Reverte, al que conocí en Madrid en los ochenta a través de un amigo común, Manu Leguineche,  manifestó también desde muy joven su amor al “Sueño de África” (1996), confirmado más adelante por “Vagabundo en África”  (1998) y “Los caminos perdidos de África”(2003), un recorrido por el transcurso geográfico  e histórico y político del Nilo, cuya lectura nos deja ver con meridiana claridad el proceso de empantanamiento de esos países por la herencia colonial y la mala gestión autóctona deformada por las interesadas “aportaciones” de las potencias europeas ex coloniales; y algunas llegadas ya en el XX, Estados Unidos, China y Rusia.

La amenidad descriptiva y anecdótica de Reverte coincide plenamente en atractivo con la obra del citado Kapuscinski, uno de los mejores reporteros internacionales. De él aconsejo “Ébano” (1998), donde nos da una visión panorámica de un continente en ebullición, con tipos como Idi Amin Dadá en Uganda, la tragedia de Ruanda, las megalópolis de miserias, los reyezuelos sanguinarios, los señores  de la guerra  y su codicia agresiva, el pueblo que lucha por sobrevivir.  También “El emperador” (1978) en torno a un personaje estrafalario digno de Kafka, émulo de “Ubu rey” o de los tiranos de polichinelas, absurdo y estúpidamente ajeno a todo, el “Rey de Reyes”, el “Elegido de Dios”, descendiente directo de Salomón, el emperador Haile Selassie de Etiopía. Ni Shakespeare hubiera podido imaginar un soberano de esas características. En cuanto a “Un día más con vida” (1976), nos habla del colonialismo portugués  en Angola y de la independencia de ese país el 11 de noviembre de 1975, después de la “Revolución de los claveles”. Alguien ha comparado este texto brillante y estremecedor con alguna de las mejores novelas de Graham Greene. Yo creo que las supera, tal es el hálito de verdad, dolor y miedo que aflora en sus páginas. Y para reponernos de los malos momentos leídos en las obras anteriores, recomiendo sus “Viajes con Heródoto” (2004), en cuya lectura comprenderán que clase de persona fue ese incansable reportero-escritor que se jugaba la vida por relatar cualquier historia plena de sufrimiento y heroísmo humanos.

Pasemos ahora a la vertiente no periodística, la literaria, entreverada de historia y perteneciente a una época en la que el factor colonialista era el presente de los autores y una corriente caudalosa de romanticismo teñía esas novelas y libros de viajes que han pasado a la historia de la literatura de evasión.   Les recomiendo tres libros dedicados a la travesía del Nilo desde las fuentes hasta el todo su recorrido. Se trata de “Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo” por John Hanning Speke, (1864, Espasa 2003) con prólogo de Javier Reverte. Speke logró ser el primer occidental en llegar a las fuentes del mítico río, ambicionado por todos los exploradores desde los tiempos de Nerón. Y tuvo la mala fortuna de que no se le reconoció su descubrimiento  hasta doce años después de su muerte. No tuvo la maestría intelectual  y la osadía de Richard R. Burton, (autor de “Relato personal de mi peregrinación a Medina y La Meca” (1853, Laertes 1983), pero sí su tenacidad y osadía. Y como postre, el “Viaje por el Nilo” del viajero alemán  E.V. Gonzenbach (1890, Laertes 1982) en una edición facsímil del original con ilustraciones extraordinarias de R. Mainella. Y para terminar, otro clásico, este de los años 30,  “Arenas de Arabia” (1984, RBA bolsillo 1998)  de Wilfred Thesiger, que no desmereció de los clásicos del siglo XIX, por ser uno de los primeros occidentales en recorrer Sudán, Abisinia, Siria, Arabia, Irak y Kenia compartiendo la vida con los beduinos justamente poco antes de que se descubrieran los primeros pozos petrolíferos en esas zonas, lo que –como sabemos- cambia totalmente la forma de vida que los rodea.

Y no podemos dejar de lado la vertiente legendaria de las novelas basadas en un África  ya totalmente desaparecida, llena de aventuras exóticas, lugares misteriosos, animales salvajes, etnias legendarias y parajes de ensueño.  Acompáñenme. Vale la pena.

A caballo del celuloide, “Tarzán de los monos” ya en fecha tan venerable como 1912, atrajo la imaginación y el entusiasmo de los espectadores y llamó la atención de los lectores hacia Edgar Rice Burroughs. Nacía el héroe africano que, como no podía ser menos en plena era colonial, era un inglés que, por accidente, se convierte en un niño “aborigen” al que, de adulto, obedecen y temen nativos y algunas fieras. Rudyard Kipling, fue un poco más auténtico y fiel a las razas de la zona, en el “Libro de la Selva” o “Libro de las tierras vírgenes”, donde el niño Mowgli es amigo y protegido de una manada de lobos y un oso (aunque fiel a su propio pasado, Kipling habla de una selva en la India).  Pero como dice Savater en uno de sus libros de fervor literario hacia los héroes del pasado victoriano,  en África estaba garantizado el pulso imperecedero de la aventura y sus ingredientes clásicos: lo peligroso, lo exótico, lo misterioso y lo noble y redentor. “El emprendedor e irreverente sueño europeo, mezcla de ambición de dominio y ansia de novedad, se volcó demoledoramente sobre el continente negro”, afirma Savater.

Y no sólo los autores ingleses, los franceses desde el Tartarin de Daudet a los viajeros indómitos de Julio Verne, o el viaje al Congo de André Gide, o “Las raíces del cielo” de Romain Gary, los italianos con Salgari, o los norteamericanos con un enfervorizado Hemingway, cazador él mismo, con “Las verdes colinas de África” o “Las nieves del Kilimanjaro”, los alemanes con Karl May o Junger . Y como joya de la corona de ese tipo de novelas, la incomparable “Beau Geste” (1924) del inglés  Percival Christopher Wren. A la altura de ésta hay que referirse a un personaje tan logrado como Tarzán, el gran Allan Quaterman, nacido de la pluma de Henry Rider Haggard que con “Las minas del rey Salomón” (1885) dio carta de nobleza al personaje, que luego resurgiría en “Las aventuras de Allan Quaterman” y en “La venganza de Maiwa”.

Pero, en homenaje a Fernando Savater, cuya “Infancia recuperada”, y otras obras,  han creado una hermandad de lectores con esa misteriosa afinidad literaria que se da entre los incondicionales de Guillermo Brown y de  Sherlock Holmes o el profesor Challenger, hago mención, por último, a otra obra de Sir Arthur Conan Doyle, no muy conocida pero realmente emocionante: “La tragedia del Korosco” (1898) cuyo escenario básico  es el Nilo y el levantamiento de los seguidores mahometanos del Mahdi que secuestran a un grupo de turistas ingleses. Es una de las obras que reflejan con más verosimilitud el ambiente colonial que se vivía en el siglo XIX en África, ya sea bajo dominio inglés, francés o belga.

Les sugiero, pues, esta largo viaje por la aventura, el reportaje y la historia de un continente, África, que está en trance de morir a su pasado y renacer fracturado y disperso con un neocolonialismo que no será mejor que el colonialismo vivido en el XIX y comienzos de XX. En otro lugar he escrito sobre las raíces políticas y económicas del futuro desastre que ya se anuncia. Por eso he querido  dejar un testimonio escrito del bagaje literario de lo que fue la aventura africana… el sueño de un continente que aún  no ha logrado crear el orgullo conjunto de todos los que han nacido y vivido en ese continente inmenso. Empresa tan difícil como muestra que en otro continente mucho más pequeño y uniforme, Europa, aún no hayamos logrado superar nuestros provincianos nacionalismos para crear la identidad europea.

ALBERTO DÍAZ RUEDA

 

 

 

 

 

 

 

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