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2 septiembre 2023 6 02 /09 /septiembre /2023 10:46

 ESTE TEXTO HA SIDO PUBLICADO EN EL NUMERO DE SETIEMBRE 2023 DE LA REVISTA "COMPROMISO Y CULTURA"

El pasado 11 de julio murió en París, donde residía, el escritor checo Milan Kundera, a los 94 años de edad. Como Joyce, Nabokov, Mann, Rilke, Walter Benjamín, Zweig, Leon Felipe, Hanna Arendt, Salman Rushdie y tantos otros, Kundera se vio obligado a buscar un lugar donde poder vivir en paz –y morir, sin pistola intermedia-  ya que en su país de origen estaba proscrito. Al poder político absoluto le fastidia absolutamente que  escritores y pensadores, poetas y artistas se atrevan a opinar libremente sobre ellos. El comunismo de raíz estalinista no solía aceptar de buen grado a los intelectuales críticos. Estaban destinados a ser carne de “gulag” o a “desaparecer” de la forma más discreta posible. Como en la novela de John Le Carré, resultaba incómodo en ambos lados del Telón de Acero, ya fuese espía o intelectual. En los tiempos de la “guerra fría” los intelectuales no tenían buena prensa en general (recuerden la “caza de brujas” en Estados Unidos).

En 1979 las autoridades checas le retiraron la nacionalidad a Kundera y lo convirtieron en uno de los cientos de miles de apátridas que desbordaban las fronteras. En su libro “La vida está en otra parte” el escritor checo reivindicó la libertad como uno de los frutos de la rebeldía vital que caracterizó su existencia. En 2019 Checoslovaquia devolvió la nacionalidad a Kundera, que recibió la noticia con complacida indiferencia. Cincuenta años de exilio le habían blindado contra cualquier veleidad nacionalista. Como Pirron o Epicuro, Kundera se consideraba ciudadano del mundo, un “átopos”, un individuo de ninguna parte y por tanto de todas ellas. En su obra “La inmortalidad”, publicada en 1990, el escritor discurre sobre la identidad, como un proceso más que como una adscripción. Especialmente compleja si la persona vive en un régimen autoritario donde se proclama de igualdad supuesta y aparente de todos bajo la consigna unitaria –a la fuerza- de un régimen político que exige obediencia absoluta y usa de la violencia y la intimidación para lograrla. El novelista conocía la contradicción esencial de los totalitarismos: prometen un paraíso pero imponen un infierno, donde todo el aparato propagandistico del régimen está enfocado en disolver al individuo en una amalgama de ideas homogéneas, primarias y de una simpleza sonrojante en pos de la unidad de las mentes en un objetivo común: el que emana del privilegiado aparato directivo del partido y sus sirvientes más directos. Es decir una sociedad jerarquizada, con una cúpula que disfruta de todos los privilegios, un cinturón de servidores policiales y militares dispuestos a todo y la ingente masa de todos los demás ciudadanos del país sometidos  a los caprichos y directrices –a menudo demenciales- del poder. Es decir el reino del terror de Stalin o Hitler, Mao, Idi Amin, los khemeres rojos del Pol Pot, Ceausescu y tantos otros polichinelas del terror político, ahora encarnados en Trump, Bolsonaro o Putin, sin ir más lejos.

En otras novelas, como “La fiesta de la insignificancia” o “La ignorancia”, Kundera  analiza esa imposibilidad de conocer nuestro propio yo debido a la influencia enajenadora y falaz que tienen los demás o los medios de comunicación influidos por el poder y, proféticamente, las redes sociales y la tecnología social en todas sus manifestaciones. Es la soberanía absoluta de la imagen, de las pantallas, como indicativo de la ausencia de intimidad para propiciar la creación de “yos” que solo son avatares, muñequitos,“likes” o emoticones que conforman personalidades fulgurantes, simples, esquemáticas, efímeras y vulnerables hasta el suicidio.

En cierta forma todo esto daría sentido al perfil-cero social que Kundera adoptó en los últimos años de su vida. Lejos de la voracidad de los medios, centrado en su propia existencia y en su obra, el escritor checo renunció voluntariamente a cualquier atisbo de vida pública. Tanto es así que muchos de los que amamos su obra pensábamos que había fallecido en secreto, como una versión muy paradójica y sarcástica de su primera novela “La broma” en la que un simple chiste acaba arruinando la vida de un hombre (en el régimen estalinista checo, los chistes estaban oficialmente prohibidos y castigados).

Esa es una constante de la obra de este autor, el juego perverso que el humor mantiene con el horror, el pesimismo con la ironía, la carcajada liberadora con las lágrimas de frustración, la rigidez de lo autoritario y lo fanático con  la salida ingeniosa y ridícula del hombrecillo asustado que busca una aceptación del otro que nunca es atendida. La fuerza liberadora del humor, la carcajada, estaba presente en la narrativa y los ensayos de Kundera, como una confirmación de aquella frase, creo que era de la Arendt o de Simone Weil, dos víctimas directas o indirectas de los nazis: lo primero que desaparece de las calles en un régimen  totalitario es la risa, la jovialidad, el trato amable. Los sustituye el miedo, la desconfianza, la inseguridad, la tristeza y el silencio. Ese es el trasfondo de la huida de un desengañado Kundera de su país tras la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968.

Para poder trabajar en esa dialéctica entre el horror y el humor, Kundera echa  mano de la filosofía, no sólo del existencialismo de Sastre o de la fenomenología de Heidegger, también del Nietzsche de la angustia del yo o el Kafka del absurdo, del Musil del hombre sin atributos o del Hermann Broch (el de “La muerte de Virgilio”) que bucea en la inconsistencia de las motivaciones de las acciones humanas. Sin olvidar a un Rabelais o un Diderot. Por tanto Kundera acaba reconociendo que sus novelas “no examinan la realidad, sino la existencia”, es decir la variabilidad y absurdo de las actitudes humanas que muchas veces se enfrentan auto destructivamente a la realidad. Lo cual nos lleva a “La insoportable levedad del ser”, la novela best-seller de Kundera, donde el escritor nos apunta que la única salida posible y digna a esa situación es el ejercicio de la ironía y el humor, única arma para afrontar la unamuniana condición o “sentimiento trágico de la vida” y la naturaleza del desarraigo vital que instauró el siglo XX, espíritu de una época que hoy padecemos aún más, en el declive de las ideas y los valores de vigencia universal. Ese es el nihilismo y la negatividad del siglo XXI, un malestar existencial que Kundera trata de sobrellevar con su narrativa y su ironía dura y sarcástica.

Para un amante de la novela cervantina, Kundera es como un efecto lógico del realismo desengañado y pleno de humor irónico de don Miguel trasplantado al siglo del Gran Hundimiento Humanista, el XX, con sus dos guerras mundiales y más de un centenar de conflictos armados y genocidios en el resto del mundo. Quizá por eso no le importó demasiado que se le negara la opción al Nobel por una supuesta delación cometida en su juventud contra un compañero escritor durante la época estanilista dura. Kundera negó siempre esa noticia y la  atribuyó a maniobras de desprestigio orquestadas por el comunismo activo en Occidente contra un “traidor” de la Causa.

Lo cierto es  que Kundera al final de su vida trató de aceptar el reconocimiento de su país natal sin acritud o amargura. Recibió el Premio Nacional de Literatura checo en 2008 y el Premio Kafka en 2021. Como muestra de reconciliación, Kundera donó su biblioteca y sus archivos personales a la Fundación que lleva su nombre en la ciudad de Brno, donde nació. Siempre había dejado bien claro que él era un escritor no un político o ideólogo: “No me siento cómodo en el papel del disidente. No me gusta reducir la literatura y el arte a una lectura política. La palabra disidente significa suponerle a uno una literatura de tesis, y si algo detesto es precisamente la literatura de tesis. Lo que me interesa es el valor estético. Para mí, la literatura pro comunista o la anticomunista es, en ese sentido, lo mismo. Por eso no me gusta verme como un disidente”, declaró a “El País” en 1982, en una de sus últimas entrevistas, tras su rechazo total al “despotismo” manipulador de los medios de comunicación. A partir de 1986 el escritor checo exiliado en Paris decidió “beckettizarse”, es decir, seguir el ejemplo de Samuel Beckett y dar por cerrados sus contactos con los medios. La respuesta no se hizo esperar. Muchos rechazados empezaron a buscar la forma de desacreditarle. En el “cafarnaum” de los medios negarse a hablar y aparecer se convierte en una ofensa de lesa majestad: el público y el ruido lo es todo. Dejamos el tema. La picota pública es demasiado visible en las redes y ha realizado auténticas canalladas y provocado incluso el suicidio de algunas personas.

Pero pasemos a su obra y dejemos al escritor celoso de su privacidad y su libertad. Un rápido paseo por algunas de sus novelas y luego nos detendremos en una en particular “La fiesta de la insignificancia”. No porque sea la mejor, pero si es la que, de alguna forma, resume en cierta forma el personal ideario social y ético, estético y literario de Kundera. Es una carcajada triste que resume nuestra época mejor que un ensayo político. Su humor, como en Rabelais, como en Cervantes, arranca de la profunda desdicha, la ignorancia, la insoportable levedad del ser…como en Don Quijote, la tozuda y mezquina realidad mostrenca convierte a los gigantes en molinos, al bálsamo de Fierabrás en un brebaje inmundo, a los ejércitos en rebaños de ovejas y corderos, a un palacio almenado en una venta miserable, a una doncella en Maritornes, una puta del partido, al caballero de la Blanca Luna en el vengativo Sansón Carrasco, a los Duques señoriales en nobles burlones, despiadados, ignorantes y mezquinos y, ay, a la sin par Dulcinea del Toboso en una aldeana sin encanto alguno, zafia y despreciativa. Kundera a través de su obra, empezando por “La broma”, juega ese mismo -burlón, pero triste y a veces patético- juego cervantino (no en vano es un fanático de don Miguel) y lo hará en casi todos sus libros, navegando entre la sátira, el ridículo, el humor grotesco, el absurdo, el realismo mágico, la humillación, el esperpento y el erotismo desmadrado y un poco sórdido. En esa novela, Kundera revela el aciago destino  que puede tener un simple chiste o frase ingeniosa escrita imprudentemente en una postal en la Chescoslovaquia comunista. La frase era “El optimismo es el opio del pueblo” y  le cuesta la ruina en vida a su protagonista. La sensibilidad ante la crítica, aunque sea una simple chispa de ingenio, es una de las debilidades vengativas ridículas de los regímenes totalitarios.

El libro de la risa y del olvido

En 1979 sale a  la luz un libro cajón-de-sastre: nuestro autor era muy aficionado a las digresiones, reflexiones, autocríticas, relatos caprichosos y textos entre el ensayo y el guiño social. Le encantaba despistar al lector con su búsqueda incesante de nuevos cauces narrativos y fórmulas literarias con afán de novedad. En muchos de estos textos ya se vislumbra con cierta claridad el pensamiento y la mirada crítica del escritor en torno a la sociedad en la que vive. Era jugar con fuego.

La insoportable levedad del ser

En 1984 se publica la que muchos consideran mejor obra de Kundera. Hubo versión cinematográfica de gran éxito y quedó establecido el talante irredento y mordaz del escritor, así como su visión lúdica, trágica y sensual de la existencia. La Praga del 68 (un año histórico para el país) la visión que de ella tiene el autor, con todas las connotaciones críticas  sociales y políticas, la represión y la estupidez de la burocracia oficial comunista, son los ingredientes de una novela existencial excelente, en muchos momentos rozando el absurdo de Kafka o el ridículo surrealista y sexualmente procaz de “Tristram Shandy”.

El arte de la novela 

En 1986, Kundera, escribe uno de los textos más logrados y felices sobre la novela como género literario. Ya desde su definición “La novela es un arte nacido de la risa de Dios”, como una especie de territorio mágico imaginativo y de conocimiento cuyo proceso continuo a través de los tiempos es el epitome y el curso caudaloso de todas las grandes novelas de todos los tiempos que se van enriqueciendo en cada nueva aportación. Para quien esto escribe, el capítulo dedicado  a “La desprestigiada herencia de Cervantes” es uno de los textos más interesantes que he leído dedicado al inabarcable Cervantes.

Los testamentos traicionados 

En 1992 da una vuelta de tuerca a la obra anterior y escribe un ensayo sobre la novela como si fuera en sí mismo otra novela. Utiliza la música como vehículo comparativo y las obras y presencia de otros autores, como Hemigway o Kafka y aprovecha para lanzar su cuarto de espadas sobre la mesa de la naturaleza del autor y de los peligros que le acechan. Eso se convertiría en una de las “bestias negras” de Kundera, por su temor a ser mal interpretado o manipulado (en las traducciones era casi patológica la firmeza y cuidado con la que sometía a sus textos y a los traductores). La cuestión de confundir al autor con sus criaturas y vivencias novelescas se estaba convirtiendo en un complejo de rechazo que le duraría hasta el final de su vida.

El telón. Ensayo en siete partes 

En el nuevo siglo, Kundera vuelve a la historia de la novela y comienza con la revolución narrativa que supuso “El Quijote” y todos los temas y cuestiones relacionados con la creatividad y las grandes figuras de la literatura mundial.

Y tras este apresurado y selectivo, por tanto no completo,  paseo por la obra del escritor checo, nos detenemos un poco más en su último libro publicado:

La fiesta de la insignificancia

En 2014 sale a la palestra pública esta novela  donde se juega, en uno de sus capítulos, con el cuento metafórico del nuevo traje del rey, supuestamente realizado en telas tan sutiles que parece que el rey va desnudo (lo que en verdad ocurre). Es el engaño, la broma que deja de ser algo cómico para convertirse en tragedia. El “rey” del cuento de Kundera se llama Joseph Stalin. El siniestro dictador, al final de su vida, ya irremediablemente delirante, cuenta un relato que parece cómico. Tiene que ver con la caza de unas perdices. ¿Qué hacer? Si te ríes y no era cómico para Stalin, te cuesta la vida. Si, por el contrario, trataba de que soltaras la carcajada y no lo haces, es un insulto para el monstruoso ego del dictador. Y también lo pagas claro. Parafraseando, apropiadamente,  a Lenin, uno se pregunta una y otra vez “¿Qué hacer?”. Nuevamente transitamos por el resbaladizo terreno de la broma, el chiste, el sarcasmo surrealista, donde se recurre constantemente al destino dramático del ser humano, entre el absurdo, lo erótico (siempre rozando lo escatológico) y la sordidez y el miedo enquistado como una lepra en el cuerpo social.

Con momentos de absurdo surrealista, como el episodio de la pluma que sobrevuela una reunión mundana y se pasea en torno al dedo levantado de una de las invitadas con más glamour,  entre los aplausos de los aburridos asistentes o el juego retórico que se llevan tres amigos sobre la moda juvenil femenina de pasearse mostrando el  ombligo y la sabia disquisición sobre los elementos más atractivos de las mujeres, las caderas, los pechos o las piernas. “La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento.” Dice uno de los cuatro protagonistas. El testamento literario de Kundera me recuerda el talante desafiante, subversivo e iconoclasta de otro grande, éste del cine, don Luis Buñuel. Leyendo “La fiesta de la insignificancia” me parecía estar viendo en una pantalla las escenas que narra Kundera con un Fernando Rey o un Francisco Rabal o una Silvia Pinal interpretando a los personajes del escritor checo.

Decididamente, y que los incondicionales de Kundera me perdonen, me quedo con sus ensayos “El arte de la novela”, “Los testamentos traicionados” y “El Telón”. Y, claro, su novela paradigmática, “La insoportable levedad del ser”.

FICHA

Todas sus novelas y ensayos  están al alcance de todos los españoles –como el NODO-  en cualquier buena librería. Están editados por Tusquets, con excelentes traducciones, revisadas por el autor.

ALBERTO DÍAZ RUEDA

 

 

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