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2 junio 2022 4 02 /06 /junio /2022 18:34

¡ALTO! , ¡EL LIBRO O LA VIDA!

(Charla pronunciada en la Biblioteca municipal de Beceite, el 28 de mayo de 2022)

 

Buenas tardes.  Eso del libro o la vida es una broma destinada a llamar su atención. Les voy a hablar de libros y del acto y función de leer.  Después de más de 70 años de leer de todo, en todas partes y en todos los momentos que podía dedicar a ello y algunos en los que no debía, he llegado a una conclusión. Leer tal vez no te haga más inteligente, pero desde luego te hace menos ignorante. Pero claro piensen que los libros son como los paracaídas, si no los abres no sirven para nada. He aprendido en ellos que un lector puede vivir mil vidas distintas y apasionantes, don Quijote, el mosquetero D’Artagnan, Anna Karerina, el capitan Acab y su Moby Dick, Ulises o Aquiles, sin embargo la persona que no lee vive solo la suya y quizá no la aprovecha del todo. Cicerón decía que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Y tengo claro con mis propios hijos, que un niño que lee será un adulto que piensa. No voy a entrar en la actual batalla entre libros de papel y libros digitales. Un amigo informático me dijo cierto día, qué maravilloso invento el libro: no se cuelga como internet, no hay que enchufarlo, no necesita adsl, es fiable, hermoso y duradero. Su texto no desaparece por un fallo o por la obsolescencia programada, es fácil de hojear, volver atrás o hacer spoiler y mirar el final, no requiere mantenimiento y es mucho más fácil de recordar y de leer sin interrupciones digitales como mensajes y wsaps, no genera basura tecnológica, es resistente a golpes, caídas y un razonable maltrato. Y cuando los tienes juntos forman un escenario, la biblioteca, de lo más hermoso y acogedor. Y aún  así  les aseguro que lo que sigue es una verdad relativa. Quiero decir que lo es para mí y para los que sienten como yo. Así que los que no opinen lo mismo, disculpen y paciencia. Aquí se va a hablar de amor a los libros.

Pero volvamos a lo de comparar el libro y  la vida…dos términos que parecen muy alejados entre sí, casi opuestos. Cuando uno lee, ¿vive? ¿Puede uno vivir sin leer? ¿Acaso los libros favorecen la vida o más bien la dificultan? Serias preguntas…sin respuesta posible. Depende de a quién y de qué libros. Miren ustedes, el Beatle John Lennon dijo que la vida es eso que pasa mientras estamos ocupados en hacer otra cosa. Pues bien, cuando esa “otra cosa” es leer, mantener amistosas relaciones con los libros, la vida se vuelve más amable y divertida. La comunidad lectora es una de las más fraternales que conozco y no hay placer más gratificante que dos desconocidos que charlan y de pronto descubren que ambos son  aficionados a un determinado autor o género literario. Apúntense a un Club de Lectura y lo comprobarán.

Mi propia vida ha estado marcada desde muy tierna edad por la convivencia con los libros. La de ustedes lo ignoro, pero el objetivo de esta charla consiste en demostrar que, con independencia de nuestras edades,  formación, familias y entornos sociales, al margen de todo esto, los dos elementos de la ecuación, libros y vida, suelen estar, de forma directa o indirecta en relación causal: a más libros, por supuesto leídos, uno obtiene más datos de lo que es una vida buena; cuantas más lecturas hagamos, quizá haya más posibilidades de apreciar los diferentes aspectos de la vida. O no. Lo cierto es aunque los libros y su lectura no garantizan nada… a cambio de muy poca cosa, el precio del libro y el tiempo de leerlo, no sólo nos concede diversión y amplía conocimientos (lo cual no es poco) sino nos regala algo que se va depositando en nuestra memoria y que crece y se multiplica en forma de ideas, sugerencias, anécdotas, placer y sabiduría. Por leer no seréis más ricos o tendréis una casa  o un coche más valiosos. Aunque quizá la suma de lecturas faciliten indirectamente las circunstancias que favorecen esas condiciones de prosperidad económica o social. Y, en todo caso, lo que suele obtener el lector a menudo, es más sentido común, un poco más de humor, sano escepticismo, paciencia y algunos trucos para sobrevivir en la selva de la vida.

El libro es a la vida lo que la sal al guiso de la existencia. Y para algunos, la cocina y la despensa completas. Ustedes estarán pensando, “qué nos está contando este tipo?. Seguro que vive de los libros, debe ser editor, librero o, Dios nos coja confesados, escritor”. Pues sí, la peor de las suposiciones es cierta. Me nacieron escritor, ante la perplejidad y el desconcierto de mis padres, hermanas y otros allegados. Creo recordar que hubo un remoto escritor en la familia. Fue el autor de un solo libro “El triúnfulo melancólico” allá por el siglo XVIII o XIX. Era un espadachín pendenciero y un truhán además de poeta satírico y burlón. Terminó mal, como era de esperar. Descanse en paz y sigamos.

De entrada sepan que no he publicado muchos libros, ni soy  popular (gracias a Dios), ni acudo a tertulias en Tele5. Ni aspiro a ser un “infuencer” en la Red. Sólo publiqué una decena de títulos hace años y mi formación tiene más que ver con el periodismo, la filosofía y la psicología que con la novela, la poesía o el ensayo. Abandoné la narrativa y me dedique a la crítica literaria, como un trabajo más que me permitía escribir y leer y, por supuesto, lograr libros gratuitamente. A la velocidad que leo y lo exigente que me he vuelto sobre los libros, no hay sueldo y menos pensión de jubilado, que resista una visita semanal a las librerías.

La lectura es algo esencial en la vida de muchas personas, al margen de su edad y de las desdichas y satisfacciones que colecciona en su existencia. Y muchos de nosotros, les diré como confidencia, nos apañamos económicamente en la adquisición de libros gracias a las Re-ready, unas librerías “low cost” que se abrieron en algunas capitales, Lérida, Barcelona, Zaragoza, Madrid y no sé si en Teruel, en las que se encuentran libros muy interesantes por dos o tres euros el ejemplar.

Pero sigamos con la relación entre la vida y los libros. El filósofo griego Sócrates aseguraba que una vida en la que no se piensa en lo que uno hace, lo que desea y lo que ama y se vive de forma casi automática, sin buscar la mejora, el conocimiento, es decir, una vida sin pensar, no merece la pena ser vivida. Pues bien, los libros son una de las herramientas que nos pueden dar esa conciencia de vivir una vida mejor, la vida buena.  Aunque como dije al principio, en realidad, aunque sea sin libros, la vida siempre merece la pena ser vivida. Pero puede ser que  no se viva tan plenamente.

A partir de este momento hay dos caminos a seguir: uno, hablarles de autores y de sus libros, desde los cuentos de hadas a las memorias de cualquiera de los políticos ejemplares que tenemos en este país,  o el último best seller de autoayuda, un tipo de libro de gran acogida. Se trata de recocinar a cualquier clásico en un lenguaje de wasap o de tic-tac o instagram. Prometen mucho y dan poco. También por supuesto puedo hablarles de los clásicos. Pero en estos tiempos de buenismo y denuncias de mala conciencia  se están manipulando elementos y finales de historias clásicas. Así Caperucita Roja llega a un acuerdo con el lobo, antes de merendarse a la abuelita, por supuesto, por aquello de especie protegida. Emma Bovary, Anna Karerina, la Regenta, Helena de Troya, la señora Dalloway, célebres adúlteras, son redimidas antes de su última caída por aquello del feminismo militante; Moby Dick   es amnistiado por un Acab ecologista y proballenas. Lo políticamente correcto –una hipocresía que se extiende sobre el sexo, la raza y la historia - elimina el racismo implícito en Otelo o el sexismo homófobo en Billy Bud o los genocidios de negros e indios. En fin, sería un tema divertido si no fuera penoso.

Ese el camino que dejamos de lado en esta charla. Seguiremos otro, más interesante por ser menos ambicioso, que me lleva a hablar de cómo se escribe un libro desde el punto de vista limitado y humilde de un solo autor, al que conozco bastante bien. Se trata del individuo que tienen frente a ustedes. Yo.

Dada mi escasa relevancia como autor de novelas, me justifica mi amplio historial como hombre de pluma, escribidor experto en artículos, reportajes o comentarios de todo tipo, literario, filosófico, político, social o económico. Les hablaré de una extraña pulsión interna que es la escritura como medio comunicativo por excelencia. Ya sea a través de las efímeras páginas de un periódico, de una revista o las más duraderas de un libro. Salvo que dichos libros sean quemados en autos de fe, incendios involuntarios u hogueras fanáticas. Cosa que ocurre de vez en cuando en algún que otro país.

Sigamos con el rollo: ya sea usted novelista, narrador de relatos o novelas cortas, periodista o crítico, la forma y manera de hacer su trabajo es semejante. Empezamos con el hecho o conjunto de eventos que  tienen categoría para ser noticia y disparan el impulso de la realidad sobre la sensibilidad del que va a escribir. Pero este sujeto debe tener en cuenta  el entorno social, económico y político en el que se desarrolla el acontecimiento, ya sea local o internacional –como la pandemia o la guerra en Ucrania-, que, dada su relevancia,  constituyen una ruptura del proceso rutinario de la vida y marcan un “antes y un después”. Es la colisión entre esos eventos y la imaginación de escritor donde surge la chispa y la interpretación literaria que luego se reflejará en el texto.
Una vez aclarado el proceso –nacimiento de la causa- y el desarrollo: investigación y recreación de dicho elemento, pasemos a ejemplos prácticos para ilustrar la conexión entre la vida, la realidad,  y el texto que surge de la mente del escritor. Para ello, si me lo permiten, hablaremos de mi  propia obra y por qué y cómo escribí esos mis libros.  

Empecemos con “La última noticia”,  la primera novela que publiqué. Su argumento se desarrolla durante un par de días y narra la trepidante jornada laboral en un periódico de alcance nacional que se enfrenta a dos problemas simultáneos: una posible huelga laboral que enmudecería al diario y el estallido de una crisis internacional de graves consecuencias. Comienza con las noticias de una pequeña guerra real muy localizada entre Argelia y Marruecos con respecto al Sahara. Por una suma fortuita de  mala gestión política y pequeños malentendidos y errores entre las partes en conflicto se acaba convirtiendo en un enfrentamiento nuclear entre la URSS y los Estados Unidos. Ello ocurre en un entorno político de guerra fría entre las potencias y el temor popular internacional  a una guerra nuclear en  la sociedad de los 70 y 80 del siglo pasado. Como periodista tenía amplio acceso a los teletipos que informaban cada día y a todas horas de lo que ocurría en las arenas del desierto de El Aaiun. Ese aporte documental me facilitó solucionar los detalles argumentales, haciéndolos verosímiles. No les diré como acaba la historia: el título es suficientemente explicativo. El protagonista ofrecía “la última noticia” a un mundo que estaba siendo destruido.

Ya hemos visto cómo la profesión del autor le proporciona a éste los elementos operativos para llevar a cabo su labor.  A ello debemos unir los elementos de tipo personal y biográfico. Por ejemplo, en otra de mis novelas “Diario apócrifo de un joven seductor”, se narra la vida de un individuo que trabaja en un Banco y se siente explotado en una labor que carece de sentido para él. Siente que su vida se arruina. Mi protagonista, el joven seductor, está basado en un joven real, un compañero de Facultad que por razones familiares y económicas se ve obligado a  abandonar su vocación de poeta y sus estudios de Filosofía y Letras para encerrarse en el estrecho mundo de los empleados bancarios de bajo nivel en los años setenta. Las anécdotas y los sentimientos y emociones que le asaltaban en sus horas de aburrido y rutinario trabajo de oficina, me inspiraron  los detalles psicológicos que daban humanidad a mi protagonista y a sus esfuerzos por huir de ese ambiente. Aquí aproveché las vivencias de mi amigo pero sobre todo me alimenté de los usos sociales de la clase media baja en la Barcelona de la época, la represión religiosa y política, el tímido renacer de la protesta estudiantil y obrera y la exigencia de derechos.

En “El gran apagón”, recreo los acontecimientos, sucesos y accidentes que se producen en la Barcelona de finales de los 80 a causa de una avería del servicio eléctrico que afecta a toda la ciudad. Conté con la ayuda técnica de un conocido que trabajaba en una compañía eléctrica. Me informó de cuáles podían ser las causas accidentales de una avería lo suficientemente grave como para dejar a oscuras a toda la ciudad. Además eché mano de libros y reportajes sobre los grandes apagones de Nueva York de 1965 y 1977. Lo más interesante fue imaginar cómo y dónde se producían los supuestos altercados, delitos y problemas que el apagón creaba en las calles, parques y establecimientos públicos y privados de Barcelona. El apagón me permitía dejar libre juego a mi imaginación. Estaba llena de posibilidades: una gran ciudad asustada, desbocada, a oscuras, difícil de controlar y vigilar, en la que la delincuencia tenía las manos libres y también los movimientos de oposición política o de protesta social o laboral  que abundaban en esa época.

Un mes después de salir a la venta la novela, se produjo realmente un apagón en Barcelona. Un diario de entonces “El Noticiero Universal”, tuvo la idea  de publicar una doble página en la que se contrastaban los sucesos ocurridos en el apagón real con los que yo había imaginado. Para mi sorpresa al parecer me quedé corto. Como dijo un comentarista: “la realidad da sopa con hondas a la imaginación de cualquier novelista”.

Para comprender cómo funciona el engranaje creativo entre la imaginación del escritor y la realidad que la moviliza, hay que percatarse de que dicha realidad suele estar filtrada y a veces condicionada por elementos puramente biográficos y que actúan de forma disimulada, a menudo con tanta habilidad que ni siquiera el autor se percata de ello. Y así, en otra de mis novelas “Cualquier día en la ciudad”, que obtuvo el Premio Ciudad de Gerona 1977, volví a usar el esquema narrativo de hacer que el protagonismo lo tuvieran las calles y barrios de Barcelona –es una ciudad de unas enormes posibilidades literarias creativas- en una fecha arbitraria pero real (11 de octubre de 1976, lunes) novelando los comportamientos cotidianos de una serie de personas durante el mismo espacio limitado de tiempo, un solo día. ¿Era una idea propia, genuina? No. Se trataba de un juvenil y excesivo intento de escribir una réplica  del “Ulyses” de James Joyce, que también transcurre en un día determinado (16 de junio de 1904)  de la ciudad de Dublin, con una serie de personajes que deambulan por los pubs, las calles, jardines, el río, instituciones y domicilios privados de la capital de Irlanda. La obra de Joyce es rememorada cada año desde 1954 en Dublin, con el “Bloomsday”, con bebidas y jolgorio literario en los mismos escenarios de la novela.

En esa novela se pueden ver claramente las influencias literarias. En mi caso, la de Joyce por supuesto, pero también el Cortázar de “Rayuela”, así como Goytisolo o Pérez Reverte. Está claro que, como dice la célebre frase, la mayoría de los novelistas y  poetas de una época somos como enanos subidos en los hombros de los gigantes de las anteriores épocas. La tradición literaria de cada país,y la universal en todos los casos, es el sustrato alimenticio de cada escritor.

En el caso de otra de mis novelas “El mosaico de Perseo”, donde  es evidente la influencia  de John Le Carré, Graham Greene o Somerset Maugham. Se trata de  una novela de espías que se desarrolla en Túnez en torno a los servicios secretos de españoles, norteamericanos y franceses. En esta ocasión usé información real sobre la red de los servicios secretos europeos, americanos y del norte de África, todos ellos intrigando en torno al control de las fuentes energéticas en Argelia, Marruecos y Mauritania. Fue una narración inspirada por mi trabajo de corresponsal en la zona. Fui enviado a Túnez a indagar sobre la posición de ese país en el problema político del Magreb con respecto a la guerra del Sáhara entre el Frente Polisario y las fuerzas marroquíes para controlar las riquezas minerales y energéticas del territorio saharaui. Mi novela trataba de reflejar la complejidad de lo que ocurría, sin recurrir a alimentar temores nucleares.

Sin duda los escritores están siempre bajo el influjo más o menos directo de una forma propia de pensar y percibir el mundo, identificable en casi todas sus obras. Es más evidente en genios de la talla de Cervantes, Dickens o Faulkner. A mi humilde nivel, ese influjo sueles ser un simple cúmulo de circunstancias, no especialmente raras o llamativas, las que me impulsan a escribir sobre ellas, dejando libre mi imaginación. Por ejemplo, tras un cursillo que realicé sobre antropología de las fiestas populares, me sugirió el profesor que  hiciera un estudio de campo sobre el Carnaval como fiesta ancestral, pagana y también religiosa, enriquecida por supersticiones y leyendas. Así que me fui a las Canarias en la época de los Carnavales y tomé notas para escribir el estudio antropológico que se me pidió.  Sin embargo, en lugar de ese trabajo erudito preferí escribir una novela sobre el Carnaval en Santa Cruz de Tenerife: “Bajo la máscara”. Se trataba de una narración que se desarrollaba en torno a un asesinato. Un terrateniente isleño era víctima de un crimen ritual en plenos Carnavales. Los protagonistas eran una periodista, un antropólogo y un policía, junto a algunas personas de la ciudad. Eludiré mi crítica sobre el libro.

Y para terminar, hablemos de “Demasiados verdugos para Albi”, un relato detectivesco muy alejado de los clásicos del género. El protagonista, Albi, un viejo periodista de sucesos muere víctima de una misteriosa enfermedad, sospechosamente en el momento más inoportuno, cuando estaba a punto de aportar pruebas sobre la corrupción de una oligarquía financiera que dominaba de forma brutal la ciudad. Para diseñar el argumento de ese relato policiaco con muerto incluido, confieso la deuda adquirida con la novela “El factor humano” de Graham Greene, de donde “pirateé” la fórmula de un curioso veneno que no deja huellas. Aunque este es un detalle menor. Lo interesante es que Albi usa su propia muerte  y sus artículos por publicar y publicados para mostrar, matemáticamente, las pistas que lleva a la policía a desenmascarar a los delincuentes de guante blanco que él denunció en vida. Ese fue mi adiós a la novela.

En resumen, desconfíen de muchos de los tópicos del escritor. Tanto el que dice que suda lágrimas de tinta para hilvanar sus historias –es raro el escritor que sufre realmente por escribir, salvo gente desequilibrada pero genial, como Kafka, Dostoievski o Malcom Lowry-. Y tampoco son de fiar los que dicen que lo pasa pipa. Lo cierto es que cada libro tiene sus servidumbres. Y que la valía de un escritor suele estar en relación directamente proporcional con el esfuerzo que dedican a escribir. Cada escritor es un mundo en sí mismo y no es justo generalizar. Tengan en cuenta que no sólo el tema, el estilo o el vocabulario son relevantes. El estado anímico del escritor, sus  problemas personales, económicos o sentimentales influyen en su obra. Todo suma. Por eso no es lo mismo Dickens que Proust, Lawrence Durrell, Joyce o Stefan Zweig. Hay quien hilvana ideas y palabras como si fueran las cuentas de un collar, como Henry Miller. Otros se baten con cada frase, como Ernest Hemingway o William Faulkner que siempre dejaban el trabajo diario en el punto en que tenían más cosas que escribir, para así asegurarse que al día siguiente iban a reanudar el trabajo.

Otro de los tópicos literarios que hay que tratar con pinzas es el de la maldición de la página en blanco. La cual sólo consta para escritores del siglo pasado, como yo, aunque en mi caso he superado la transición hacia el ordenador. Ahora es el maldito cursor parpadeante en la pantalla vacía del ordenador el que, como una burla del duende de la escritura, obsesiona al pobre autor que tiene la mente tan en blanco como la pantalla. Tampoco se lo crean demasiado. No hay encantamiento ni duende que valga. Detrás siempre hay una excusa o una constatación. O el tipo se ha equivocado en cómo debe continuar la historia que desea contar o simplemente no tiene ninguna historia que valga la pena narrar. Ese hecho es lo que le deja en blanco.

Sin embargo existe en algunos escritores un elemento indefinible y misterioso. Hablo de escritores como Kafka, Hermann Hesse, Henry James, Saint Exúpery… y de casi todos los poetas. En sus páginas aparece de pronto una frase o una imagen que estremece al lector. Es un detalle, una anécdota, un resplandor que nos asalta de pronto en plena lectura, que resalta como un brillante, un personaje que nos seduce, una reflexión que nos ilumina. Puede ser un diálogo de Hemingway o Mann; la descripción de un paisaje en Zweig; un sentimiento en “El pequeño príncipe” de Saint Exúpery; el final de “Auto de fe” de Elías Canetti…  Todos estos momentos, en sí mismos, forman parte del embrujo de la literatura. Y por esos instantes vale la pena leer, escribir, publicar y comprar libros. Es una emoción sencilla, quizá banal dirán ustedes, pero prodigiosa y reconfortante.

Un crítico célebre dijo que el escritor es más una comadrona que una madre. Su misión es traer al mundo a un niño, es decir un libro, con el menor daño posible: “si la criatura vive, gritará y se librará de cordones umbilicales y sondas alimenticias del ego del escritor” Vivirá por sí mismo, se independizará del autor. Éste sólo tendrá que cuidar las palabras que usa. Y eso se nota en el ritmo del libro y en su capacidad para encantarnos. Con su extraña relación entre el consciente y el inconsciente, la novela implica un proceso que ni los escritores ni los críticos llegan a entender. Imagínense los lectores.

Algunos dicen que el auténtico escritor puede ser un narcisista, pero detrás de eso hay un esfuerzo real y una diversión más o menos permanentes. Es como un estado de alerta  que se activa cuando el escritor ve algo o a alguien que le conmueve y encuentra un eco en su interior. Una semilla que debe fructificar. Eso es lo que define al novelista de raza, al creador de mundos, al hombre que pasea un espejo por el borde de los caminos y las calles de la ciudad y que, como Tolstoi, siente en su alma toda la complejidad de las almas de las gentes que le rodean, que sufren, disfrutan, juegan, aman, laboran y mueren a su alrededor cumpliendo el ciclo inevitable de los seres humanos.

De ahí que les diga, variando un poco la frase maliciosa que les solté al principio ¡Alto ahí! Piensen ustedes: Los libros son parte y espejo de la vida. Son los amigos fieles que nos regalan un sentido más rico a nuestra existencia, una entrada preferente a una vida  más buena, a la excelencia.

Eso es todo. Gracias por su atención.

ALBERTO DÍAZ RUEDA

 

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