¿Cómo podríamos combatir a esa dictadura del consumo, la banalidad de la prisa y el trabajo sin límites? Tal vez sería necesaria una mentalización individual, personal, íntima, de cultivar el respeto y el goce del instante, en cualquier momento, cada día, sin permitir que la prisa instituida nos devore. Aunque también es precisa una toma de conciencia social –global- y una educación basada en el amor y el respeto a la existencia humana, sus valores y principios, sus tradiciones familiares y una ética insobornable donde sea más importante ser que poseer y donde el extraño, el distinto, el otro, sea integrado en las comunidades en igualdad de condiciones y respeto, sea cual sea el color de su piel, sus creencias y sus orígenes. Y donde el conocimiento convierta el utilitarismo en un producto secundario y no en algo esencial. Quizá sería el comienzo de la desaceleración existencial en busca del placer y el provecho. Parece un mensaje utópico pero, en realidad, ha sido evocado por pensadores de nuestro tiempo, siglos XX y XXI, del fuste de Hannah Arendt, el coreano-alemán Byung-Chul Han, Hartmut Rosa, Primo Levi, Günther Anders, Joan Carles Mèlich, Zygmunt Bauman, Heidegger, Giorgio Agamben, Sloterdijk...y otros muchos más del pasado, como Nietzsche o Cicerón.
Todos sufrimos de una forma creciente una distorsión, una ‘disincronía’ que ha atomizado el tiempo. Cuando ésta se incrusta en la vida del ciudadano de la sociedad avanzada, provoca que tengamos la sensación de que el tiempo y con él la vida se han acelerado. Envejecemos sin “hacernos mayores”, como si la senectud fuese un indeseable y corto paso inmediato a la muerte. Los abuelos de antaño han desaparecido de la ajetreada vida urbana (sólo en el mundo rural más aislado se mantienen las viejas tradiciones ligadas a la vejez) y también el respeto y el cuidado de los ancianos. Cada vez más las familias no tienen ni tiempo ni lugar para sus ancianos y se les encierra en lugares donde no molesten hasta que desaparezcan. Vivimos bajo el imperativo del trabajo, con el tiempo crono limitado bajo la demanda utilitaria y el pragmatismo del rendimiento y el consumo adyacente. El filósofo germano-coreano Byung Chul-Han ofrece una posibilidad de superación de esta carrera hacia un solo final verdadero: “La crisis temporal solo se superará en el momento en que la vida activa acoja de nuevo la vida contemplativa en su seno”. Es decir, la capacidad de aceptar la demora, desterrar la prisa establecida como estilo de vida y volver a ajustarnos al tiempo de las estaciones naturales, a la tranquilidad y a las tradiciones en las que todo tenía un ritmo sosegado y un respeto sacralizado. Lo malo es que todo el sistema tecnocapitalista en el que vivimos está montado en una doble constante que se fagocita mutuamente: la producción incesante y el consumo creciente, estimulados por un intervencionismo digital publicitario e informativo permanentes. Somos solo “ser libres para la muerte” decía Heidegger. Todo lo que nos ofrece la vida de posibilidades, de bienestar, queda anulado por una fragmentación del tiempo condicionada por una masificación y homogeneidad cada vez mayores. El presente se reduce a picos de actualidad, las cosas envejecen muy rápido y se vuelven obsoletas, se trata de consumir más y más rápido, sin continuidad posible. Las cosas han perdido su prestigio y con él su valor. Nadie conserva nada y cuando alguien lo hace pretextando “cuestiones de tradición y recuerdo” se le mira con prevención y se le juzga senil de inmediato.
En el siglo II a.C. el comediógrafo romano Plauto escribió: “Que los dioses maldigan al primer hombre que descubrió cómo señalar las horas y maldigan a aquél que erigió aquí un reloj de sol para cortar y despedazar de forma tan infame mis días en pequeños trozos”. A menudo quien esto escribe –admirador de Plauto- añora a los inuit (unas tribus que habitan todavía en el Ártico oriental canadiense) que tienen una lengua en la que no existe el concepto de tiempo y lo miden por los ciclos naturales y los movimientos de las estrellas. En el libro del bioquímico Carlos López Otín, se analiza la función del tiempo en el envejecimiento y la longevidad. Se nos explica con una prosa empática e ilustrada que el flujo del tiempo podría ser una percepción ilusoria de nuestra mente, pero que nuestros cuerpos reciben de forma fáctica el paso del tiempo, somos en nuestro interior biológico relojes celulares y, de una forma evidente, recibimos, respondemos y, como estamos viendo, nos afecta de manera grave ese tiempo inasible pero no rechazable. La visión científica, médica y filosófica de López Otín logra ofrecernos un relato apasionante sobre el recorrido cultural del concepto tiempo en la historia. Especial interés tiene la descripción de los intentos históricos de comprender, ordenar, medir, dominar, ignorar, olvidar y asesinar al tiempo (como en la época de la Comuna francesa, en la que se disparaba contra los relojes públicos parisinos) y también los estudios crecientes sobre la longevidad y las enfermedades asociadas a la pérdida de la noción del tiempo. Una de las pruebas evidentes del impacto de la noción de “tiempo” en la cultura es la enorme cantidad de películas, novelas y libros dedicados a él. Este cultísimo autor adjunta en el epílogo una lista de piezas musicales, novelas, obras de arte y películas dedicadas al tema. Recuerden: “Interestelar”, “El curioso caso de Benjamin Button”, “Regreso al futuro”, “Atrapado en el tiempo” (“El día de la marmota”), “39 escalones”, “Fahrenheit 451” o “Horizontes perdidos” o “La máquina del tiempo” o “Los viajeros del tiempo”. Como muestra del estilo de este admirable libro, les adjunto un párrafo del epílogo: “El tiempo nace con el cosmos en un instante singular de un día sin ayer, atraviesa como una flecha invisible el universo, se erige en fuerza motora de la Gran Historia, rechaza a los viajeros que quieren acelerarlo o revertirlo, se deja medir por los humanos para luego dominarlos, elimina a los rebeldes que quieren menospreciarlo y se infiltra en los seres vivos, creando relojes biológicos que se vuelven imprescindibles para sobrevivir...”. Insuperable.
Lo cierto es que ya a principios del siglo XX, E.M. Cioran clamaba: “¿No ha llegado la hora de declararle la guerra al tiempo nuestro enemigo común?” El filósofo rumano-francés erraba el tiro: el tiempo no es nuestro enemigo. Lo es el sistema que hemos aceptado instaurar, responsable de haber convertido el tiempo en una herramienta capitalista de explotación. Y el auténtico enemigo –mortal de necesidad- de lo humano es la aceleración: es como el hámster haciendo girar interminablemente la rueda sin desplazarse jamás, nos dice Luciano Concheiro en su obra ”Contra el tiempo”. Vivimos en una época de inmovilidad frenética. Y es que el tiempo es un concepto difícil e intrincado. Agustín de Hipona, el agudo santo pensador, decía “Si nadie me pregunta, sé lo que es el tiempo; si quiero explicarlo al que me pregunta, no lo sé; pero sin vacilación afirmo saber que si nada pasase no había tiempo pasado; si nada hubiera de venir no habría tiempo futuro y si nada hubiese, no habría tiempo presente”.
Pero en nuestra sociedad actual, se produce una aceleración histérica de la sucesión de acontecimientos parciales que se extiende a todos los sectores de la vida cotidiana. La omni-información, servida de inmediato sin razonamiento o explicación a través de los móviles y las redes sociales, se relativiza, no llega a entrar en nuestra sensibilidad y mucho menos en nuestra capacidad de análisis y razonamiento. No hay tiempo. De ahí la creciente potencialidad de las noticias falsas o exageradas de forma tendenciosa: es el reinado de lo emocional, de las exclusiones de lo otro o lo distinto, es el creciente poder de las ideas totalitaristas, neofascistas y neonazis sobre una “clientela” cada vez más joven y menos formada: desmoronamiento de las tradiciones familiares, las sociales –la cortesía, el respeto, la buena educación- y también las políticas y las económicas. Todas caen bajo el nuevo estilo: la prisa, la utilidad inmediata, el consumo y el placer huidizo pero exigente y poderoso. Eso crea una falta de sentido a la vida, una vez se la desliga del presente continuo, sin memoria y sin objeto, en una aceleración continua y una paralización interna: “cuando no es posible determinar qué tiene importancia, todo pierde importancia”.
El sociólogo alemán Helmut Rosa percibe tres tipos de aceleración: la de los desarrollos tecnológicos, la de los cambios sociales y la del ritmo de la vida diaria. Y en este último apartado que es el que más nos concierne, podemos ver –si abrimos los ojos- el tipo de subjetividad que produce: individuos dispersos, ansioso, deprimidos, adictos a todo tipo de sustancias estimulantes, encerrados en la falsa comunidad digital de sus móviles y ordenadores, devoradores compulsivos de series televisivas, de relaciones insatisfactorias, sexualidad fetichista y desviada al acto pornográfico y la brutalidad de la cosificación femenina...
Vamos hacia una sociedad muy parecida a la de dos distopías literarias conocidas: la del “Mundo feliz” de Aldous Huxley y la de “1984” de George Orwell. Pero aún las hemos “mejorado” en efectividad y deshumanización crecientes. Zygmunt Bauman nos dice que ya no hay ritmos ni ciclos sociales estables, el individuo es “libre” para seguir forzosamente su camino marcado, aunque le falta orientación y le sobra velocidad por lo que no puede demorarse, única forma de pensar en el camino, observar y orientarse, en lugar de avanzar de forma atolondrada. Le sostiene “el miedo a perderse cosas valiosas” que intensifica el ritmo vital ya que el sistema le asegura el “disfrute de las opciones del mundo”, experiencias, viajes. En definitiva, dice Bauman, el sujeto tiene una vida plena si logra vivir con más rapidez y aumentar el número –no la calidad- de las vivencias. Y así un viaje exótico no importa nada de forma sensible o experiencial, pero sí lo hace cuando uno envía “selfies” a todas sus amistades. Uno no se divierte en una fiesta si no “demuestra” en las redes que se “está divirtiendo”. Uno no vive su vida si no transforma sus vivencias en instantáneas para que los otros lo atestigüen. Y la red es un espacio sin caminos, por eso se surfea o se explora, no deja poso ni recuerdo. Es de uso y disfrute instantáneo. Conceptos como la verdad y el conocimiento no tienen sentido en la red pues remiten a la duración. Y nosotros “vamos haciendo zapping por el mundo y la vida a tenor de esto”. Hemos perdido el aroma del tiempo, la duración, decía Proust. Y ese aroma no es narrativo, algo que comunicar de inmediato, sino contemplativo.
En esa línea Concheiro propone una “resistencia tangencial” al estado de cosas que, aunque no puede transformar la realidad circundante, nos permita aminorar los efectos negativos de la aceleración. Y no se trata de la simple lentitud de acción, (el movimiento slow) que no tiene poder frente a la lógica acelerativa, sino en una suspensión voluntaria y dinámica del flujo temporal. Concebir y crear el ejercicio de valorar, percibir y cercar al instante. Ese fragmento de no-tiempo que definía Wittgenstein de forma magistral: “Si tomamos la eternidad no como la infinita duración temporal, sino como la intemporalidad, entonces la vida eterna pertenece a aquellos quienes viven en el presente”. Es decir, en el instante. En el siglo anterior, el XIX, el gran Lewis Carroll, en su “Alicia en el país de las maravillas” esboza la misma idea en un célebre diálogo paradójico entre la niña y el Conejo Blanco: “¿Cuánto dura la eternidad?” pregunta Alicia y el sabio conejo responde “a veces sólo un segundo”.
Decía Heidegger que vivimos con “desasosiego distraído” y “falta de paradero”. Hoy diría que vivimos “zapeando” por el mundo. Y él murió en 1976, por lo que sus palabras resultan más que actuales que entonces. En ausencia de la duración, la aceleración se impone. Y aún más, en “Ser y tiempo” su obra cumbre, asegura que el ser “está disperso en la multiplicidad de lo que pasa diariamente. Está perdido en la presencia del hoy...este “no tener tiempo es un mayor perderse a sí mismo que aquél desperdiciar el tiempo, que deja tiempo.” El pensador alemán –mucho más interesante cuando se le despoja de ciertos aspectos político-históricos de su biografía- recomienda transformar el “no tengo tiempo para nada” en un “siempre tengo tiempo” como una estrategia de la duración para recuperar el dominio perdido sobre el tiempo.
El dramaturgo y poeta Peter Handke se pregunta “¿por qué nunca se inventó un dios de la lentitud?”. Ya que el pleno disfrute del tiempo no sugiere acontecimientos ni cambios, sino simplemente duración. Y es que el hombre que pierde toda capacidad contemplativa se reduce a un “animal laborans”. Más allá de tiempo laboral, solo queda “matar el tiempo”. En esa labor se produce la contradicción entre el consumo y la duración: el ciclo de aparición y desaparición de las cosas es cada vez más breve por imperativo el capitalismo que acorta el plazo de producción y el de consumo. Vivimos en una sociedad compulsiva en la que el trabajo, la producción y el consumo, se convierten en una norma de obligado cumplimiento. Cronos devora a sus hijos.
Nietzsche dejó escrito “Si creyéseis más en la vida, os lanzaríais menos al momento. ¡Pero no tenéis en vosotros bastante contenido para la espera. Y ni siquiera para la pereza.” Y así la inquietud hiperactiva, la agitación y el desasosiego de la vida no permiten el libre recurso del pensamiento, la calma y la demora de la observación acompañada por la reflexión y la amabilidad de permitir que las cosas sucedan sin intervenir, sólo contemplar. Pero no hay tiempo para esa “especie de lujo en la cabeza” como lo llamaba Kant. Y Nietzsche aseguraba que “Por falta de sosiego nuestra civilización desemboca en la barbarie”. El propio Marx definió al capitalismo como “un apetito insaciable de ganar”, de incrementar la riqueza. Por tanto la aceleración es esencial en el sistema: cuanto menor sea el tiempo en que se complete el ciclo Dinero-Mercancía-Dinero, mayor es la ganancia. Ese dinamismo voraz e incansable impulsa la sucesión permanente de innovaciones técnicas y tecnológicas encaminadas a acelerar los tiempos de producción y de circulación: la máquina no sólo no puede detenerse sino que debe acelerarse... ¿hasta dónde y hasta cuándo? Nadie –y menos los que rigen el sistema- se hace esa pregunta de una lógica aplastante. La voraz máquina devora personas, fortunas, tiempo; los inventos se fagocitan unos a otros; todo acaba volviéndose obsoleto, caduco y reemplazable. Pero el sistema ha logrado lo que siglos de filosofía no lograron: dar un “sentido de la vida” al ciudadano de las sociedades avanzadas: vivimos consumiendo y consumimos para sentirnos vivir y en esa rueda el deseo nunca puede ser saciado, pero tampoco nos causa ninguna satisfacción permanente. Las cosas obedecen a una exigencia del mercado: la planificación deliberada del ciclo de vida útil de una mercancía. Todo se vuelve mercancía mensurable y explotada: desde nuestros datos más íntimos a la permanente aparición de “actualizaciones” de los sistemas y herramientas digitales, que ya constituyen una extensión de nuestros cuerpos y cerebros. No podemos escapar de los algoritmos, que ya gobiernan diferentes aspectos de la vida personal y de los negocios (como la “high-frecuency trading”, la computarización de los intercambios financieros, en la que ya no intervienen los humanos sino la IA).
¿Adivinan ustedes cuál podría ser la trompeta del juicio final?: un “gran apagón” planetario, producido por alguien o por algo o por simple sobresaturación de demanda de energía que nos volviera a la edad media de un solo plumazo.
Pero volvamos a los efectos secundarios de la aceleración. Ya nadie tiene en casa una enciclopedia o libros de historia. Y el llamado “efecto Google” comienza a preocupar a los neurólogos y psicólogos. Nadie tiene tiempo para consultar manuales y enciclopedias. Todos nos vamos directos a la pantalla. La memoria, la capacidad de recordar, empieza a ser problemática a todos los niveles. Desde los niños a los jóvenes y menores de 60 años, han supeditado su memoria a la “ayuda” cada vez mayor de la información “en línea”. Dependemos crecientemente de la “memoria externa”. Y eso nos lleva a un doble problema, como todos los que conciernen a lo digital, casi “invisible”: el primero, una creciente falta de memoria, no sólo de datos, también episódica y nominal (¿cuántos números de teléfono puede memorizar usted? ¿Cuántos memorizaba hace veinte años?). El segundo, una falta de narrativa: la velocidad con que nos bombardea la aceleración de noticias y ofertas es tal que es casi imposible estructurar una trama que dé sentido a los hechos y nos permita urdir una trama coherente. No hay manera de tener una visión de conjunto que de sentido a lo que está pasando. Las noticias, vertiginosas, se solapan unas a otras y queda una sopa sin sentido con la que no es posible sacar conclusiones...ergo nos dejamos llevar por las emociones que nos suscitan. No hay tiempo para reflexionar. Somos fáciles pasto para los demagogos (de ahí el auge de la extrema derecha, por ejemplo) y aquél estado de cosas en lo público que Giorgio Agamben calificaba de “vivir en un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo” o lo que define como “un estado de excepción permanente”.
Todo lo que antecede tiene unos efectos visibles en las personas. Miren las estadísticas de consumo de fármacos “situacionales”: tranquilizantes, insomnio, calmantes y otros productos más o menos adictivos para controlar los efectos casi globales de esa aceleración en los organismos de quienes la sufren: un cansancio orgánico y psicológico en todos los ámbitos que adopta nombres diversos: neurastenia, fatiga crónica, ansiedad, ‘burnout’ laboral, o el que llama la OMS “encefalomielitis miálgica”. Usted mismo o muchos de los que le rodean sufren alguno de estos síntomas: agotamiento físico y mental durante largos ciclos, pérdida de memoria, desconcentración, y desasosiego, insomnio o dificultades para dormir, dolores musculares o articulares y todo tipo de disfunciones digestivas o sexuales desde la diarrea al estreñimiento crónico y la impotencia. Y los que no recurren a la farmacia, buscan el remedio –otra vez la prisa- en las drogas o el alcohol, más “efectivos” a corto plazo. Un panorama desolador.
Para luchar contra eso, hay que instituir, nos dice Concheiro, “una nueva concepción del tiempo que desencadene otra forma de estar en el mundo, otra manea de relacionarse con los otros –sean objetos o individuos – que permita otro estilo de existencia”. Pero es difícil encontrar un medio que pueda resistirse a la fuerza dinámica de la aceleración en todos los órdenes de la vida. Uno de los autores de libros de autoayuda que popularizó el “movimiento slow”, la lentitud como forma de vida, dijo al presentar uno de sus libros: “La ironía más grande de publicar un libro sobre la lentitud es que tienes que ir promocionándolo muy rápidamente...todo el mundo quiere saber cómo frenar...pero quieren saberlo de manera muy rápida”. La lentitud en sí se vuelve una mercancía.
Quizá por eso la apertura al instante que sugieren algunos de los autores citados, sea el camino individual, personal, una experiencia que nadie puede tener por nosotros, que suele ser incomunicable y difícil de lograr, Requiere, como todo acto de profundo conocimiento, un trabajo reiterativo, una conciencia-de-sí intensa y profunda, ya que el instante es efímero y requiere un enorme esfuerzo de atención y energía para mantenerlo. Pero es la única forma de escapar a la vorágine de la aceleración. Y debe ser un ejercicio reiterado, consciente y frecuente que se relaciona con momentos y detalles de una gran simplicidad. Son acciones de atención cotidiana y contingentes. Nada especialmente místico y menos esotérico (aunque algunas tradiciones orientales o místicas occidentales pueden facilitar el camino). Es aprender a “dejarse ir” en el disfrute del “tiempo cero”, cuando no advertimos el paso del tiempo, cuando no podemos medirlo”, como decía el compositor Christoph Wolff. “Es el arte de esperar que las cosas se revelen, que el tiempo de detenga”. “Lo primordial –escribe Concheiro- es hacer surgir una temporalidad que disloque la aceleración: lograr experimentar el instante, en el que los minutos dejan de transcurrir, en el que la velocidad sea algo imposible”.
Y para terminar, un volumen interesante y práctico escrito por expertos en la psicología del tiempo. “La paradoja del tiempo” de Zimbardo y Boyd. El punto de vista de análisis de ese limitado recurso del tiempo es innovador, divertido, ameno y práctico, con una base científica bastante sólida. Los autores escriben sobre las diversas maneras de concebir y tratar con ese fenómeno universal desde el pasado, la memoria, el hoy (ese instante en el que todo es real), el mañana y la trascendencia de la muerte. Muy interesantes y prácticos son los capítulos dedicados a enseñarnos cómo hacer que el tiempo trabaje a nuestro favor. Y como guinda nos ofrece una serie de consejos sobre “la perspectiva temporal ideal” que pasa por “poner a cero el reloj psicológico”. Punto en el que conecta con el texto que están ustedes leyendo y su valoración del “instante”. Para terminar les cito un párrafo final de este libro: “Buscamos sin cesar conocimientos nuevos, conjugando la gratitud por los que hallamos ayer, el asombro ante los que hallamos hoy y la esperanza en lo que hallaremos mañana.”
LIBROS RECOMENDADOS
EL AROMA DEL TIEMPO.- Byung-Chul Han. Ed. Herder.-CONTRA EL TIEMPO.-Luciano Concheiro.- Ed. Anagrama.-EL SUEÑO DEL TIEMPO.-Carlos López Otín y Guido Kroemer.-Ed. Paidós.-SER Y TIEMPO.-CAMINOS DEL BOSQUE.- Los dos de Heidegger.- Trotta y Alianza.-LA PARADOJA DEL TIEMPO.-Philip Zimbardo y John Boyd.- Paidós
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