De pronto, en un puesto de libros viejos, entre cientos de volúmenes, encuentro uno ("Antología poética moderna" Poetas españoles e iberoamericanos. Editado por Editorial Barna, posiblemente en los años 40)cuyo autor me llama la atención. Al conjuro de ese nombre, como un relámpago, vienen imágenes inconexas de mi infancia, algo se remueve en un añejo rincón de mi mente. Agustín del Saz, catedrático del Instituto "Ausias March" de Barcelona. Abruptamente aparecen imágenes del pasado a mi cabeza. Son los días remotos en los que, moviendo algún resorte burocrático oficial, mi padre me ha conseguido una plaza en un instituto de enseñanza media. Acabamos de llegar a Barcelona. El curso ya lleva dos meses comenzado. La familia viene de Marruecos, donde mi padre ostentaba un cargo oficial. Es el año 1960. El instituto está en un enorme y ajado palacio de la calle Aribau. Cada mañana debo coger un tren en Premiá de Mar, donde vivimos, para ir al instituto. Estudio 4º de Bachiller y es un curso importante pues habré de enfrentarme a la Reválida Elemental. Sin embargo es un curso doblemente difícil pues he cursado el comienzo en un Colegio de Maristas en Tetuán y debo seguirlo en un ambiente totalmente distinto: un instituto de enseñanza pública y una ciudad desconocida y gigantesca para un niño de 14 años. A trancas y barrancas trato de superar el desafío escolar. Todo es ligeramente hostil y extraño. Sin embargo me encuentro con un profesor que me atrae. Ama la materia que imparte y ese amor resuena en mí, que ya llevo algunos años, desde el final de mi primera década, fascinado por los libros y la lectura. Es el catedrático de Literatura, Agustín del Saz. Ese irregular y complejo cuarto curso de Bachiller se salda con grandes dificultades con un suspenso en Matemáticas, aprobados por doquier y un sobresaliente en Literatura. Don Agustín se convierte en mi mentor. Me proporciona libros de lectura y me guía en el fascinante mundo literario. Una redacción mía gana el Premio del Instituto a la mejor narración. Don Agustin me entrega el premio: cuatro volúmenes de la editorial Juventud. Julio Verne (De la Tierra a la Luna) Salgari (Sandokán), Herman Melville (Moby Dick) y Dumas (Los tres mosqueteros). Aún los conservo en algún lugar de mi caótica biblioteca. En un aparte, don Agustín me dice: "Sigue así, chico. Te veré publicar y quizá algún día te pueda incluir en una de mis antologías y presumir de alumno." No he olvidado esas palabras. Al curso siguiente me cambiaron de centro y le perdí la pista a don Agustín. Y con esa inconsciencia ingrata de la juventud no volví a saber nada de él. Hasta ayer. Esté donde esté, --quizá como empleado en alguna Bibilioteca celestial o tal vez en la que dirige Borges, subiendo al Cielo a mano derecha,-- me gustaría que le llegara mi saludo afectuoso. No le he olvidado. Solo necesitaba un guiño libresco. Gracias, don Agustín. No he llegado tan lejos como usted, tan generosamente, proyectó para mí, pero no he dejado, ni un solo dia en mi vida, de respirar literatura, de existir para y por los libros. Y de eso, usted tiene bastante mérito. Algún día nos veremos, nuevamente entre libros, en el Séptimo Cielo donde residen los "lletraferits".
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